Publicado el: 14/12/2010 / Leido: 10413 veces / Comentarios: 0 / Archivos Adjuntos: 0
Trescientos mil chismes a la vez no se pueden digerir. Por eso, más que la cantidad, abruma el hecho de que se puedan piratear archivos públicos y privados impunemente y que, de este modo, desaparezca la confidencialidad, siempre necesaria en la comunicación humana.
Rasgarse las vestiduras ante estos hechos consumados viene a ser tan malo como mirar a otro lado.
Ni los amigos ni los enemigos de los EEUU ignoran que cualquier Gobierno del mundo defiende los propios intereses y que los archivos de la gran Historia están llenos de hechos que sabiamente se van desclasificando después de un tiempo prudencial, cuando ya son inofensivos y aportan sólo sabiduría a la experiencia colectiva que la Humanidad entera necesita para avanzar hacia un futuro mejor. La obsesión por la transparencia, que se impone hoy, no puede confundirse con cualquier exhibicionismo, ni debemos desconocer tampoco que la decencia y el pudor forman parte también de la esencia del ser humano, aunque algunos lo confundan con el hermetismo y la represión, que tampoco se pueden justificar.
¿Estamos ante un hecho de espionaje o se trata del derecho puro a la libertad de prensa y de comunicación? La opacidad, que Julian Assange trata de combatir gracias a WikiLeaks, ¿no se hará más grande ahora, cuando todo el mundo evite el cara a cara por temor a las filtraciones? Y los que quieren sembrar siempre la sospecha de un sólo lado ¿no son también sospechosos de los mismos inconfesables intereses de sus adversarios?
Según de a qué lado se quiera estar, cada uno tendrá que hacer su propio trabajo, y así, los unos se dedicarán a crear cada vez más códigos de encriptación impenetrables y los otros se aplicarán con más terquedad a penetrarlos (vulnerando o no los sistemas) para difundirlos por el mundo global.
¿A qué extremos nos podría conducir semejante combate? Ciertamente, no somos ángeles, hechos de una vez y para siempre, sino seres humanos vulnerables, pero que siempre podemos empeorar o mejorar, según el dictamen de nuestro libre albedrío, auxiliado por la inteligencia y la buena voluntad.
En Babel, la ambición de llegar al cielo sin contar con el dueño, tuvo como consecuencia una comunicación imposible y una horrible dispersión de nuestros ancestros.
Quizás aprendamos aquella lección y nos apliquemos a una revisión de nuestras metas, proporcionándolas a nuestra esencia real. La realidad es más que cualquier nombre o palabra que le queramos dar, y hoy andamos confundidos en el idioma utilizando eufemismos políticamente correctos pero que no designan ya la verdad de las cosas.
La diplomacia y sus profesionales tendrán siempre el trabajo de entenderse por todos los medios y necesitan establecer ante todo la confianza recíproca, sin armaduras que les impidan respirar pero sabiendo que su arte no pueda caer fuera de la Ley ni de la moral. Ahora, muchos diplomáticos tendrán que hacerse perdonar sus errores y ponerse a trabajar.
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