Publicado el: 17/06/2014 / Leido: 12189 veces / Comentarios: 0 / Archivos Adjuntos: 0
Por su importancia, me tomo la libertad de reproducir este texto. VHAJ.
Los seres humanos, desde su propia condición social, forman parte siempre de conjuntos que, recordando las odiosas clases sobre la teoría de los mismos, a veces están “incluidos en” y otras muchas “interseccionan” entre sí. Y dichas relaciones conllevan también relaciones del tipo “excluido de”. Y existe una miríada de motivos por los cuales uno puede pasar, en una décima de segundo, de “estar incluido en” a estar “excluido de” A o de B. Esto es, por supuesto, válido para una infinitud de aspectos de la vida en nuestro país: en la política, en el trabajo y tantos otros ámbitos es ya una rareza eso que podemos llamar independencia de juicio, que aparte de conocimiento requiere de cada vez mayor coraje. Lo que Kant identificó con esa peculiar minoría de edad que dura toda la vida y que consiste en la incapacidad de servirse del propio entendimiento sin la guía del otro y ello no tanto por carecer de entendimiento, sino más bien de resolución y valor para arriesgarlo con autonomía.
Sirva esto de prolegómeno para comentar la nota de prensa que ACAL hizo pública en esta lista de correo la pasada semana en relación con ciertas noticias aparecidas en los medios de comunicación sobre la denuncia por un investigador acerca de presuntas irregularidades en torno al proceso de devolución de los famosos papeles de Salamanca y otras cuestiones conexas. Y espero que sirva porque no pretendo poner en duda la profesionalidad de nadie, ni la del investigador denunciante ni la de los archiveros del Centro de la Memoria Histórica, los de ahora y los que han sido antes, cuando se llamaba Archivo General de la Guerra Civil. No pretendo tampoco exponer aquí y ahora la opinión que me merecen ni la Ley 21/2005 ni sus ejecutores.
Sin embargo, hay varias cuestiones en la mencionada nota que me han desconcertado e, incluso, inquietado sobremanera.
En primer lugar, aunque no sé si voy con los tiempos, no puedo evitar sentir cierto repelús frente a las adhesiones inquebrantables. Al menos, a las que se producen ante hechos no plenamente indubitados. En las dictaduras dicha adhesión inquebrantable era premisa necesaria para demostrar a la oposición y a los gobiernos extranjeros que el régimen cuenta con el favor popular, lo importante y lo verdadero; no como en los sistemas democráticos occidentales donde los ciudadanos ponen y quitan a sus legisladores y gobernantes…
En la nota no hay el más leve rastro de duda, de admisión de la posibilidad, por remota que sea, de un uso más o menos impropio de los mecanismos burocráticos para no atender las demandas del investigador. No se trata de señalar a nadie en particular, sino de incidir en algo mucho más impersonal, inidentificable, en esa resistencia, consciente o no, cultivada maceta a maceta hasta generar un frondoso e impenetrable invernadero. “La responsabilidad del proceso de restitución de los documentos […] corresponde exclusivamente a los legisladores” dice la nota. Bien, entiendo que no son los diputados y senadores los que llevan a cabo materialmente las tareas inherentes al proceso en sí.
No dudo de que los trabajos se hayan realizado “considerando rigurosamente el estado del saber y valorando todos los hechos y estudios pertinentes”. Por ello me inquietaría el que, si eso ha sido efectivamente así, se pusieran trabas al acceso a los documentos que permitieran corroborar sin duda alguna dicha afirmación. Sin embargo, los apartados 4 y 5 de la nota me resultan sumamente intranquilizadores:
4. La denegación del acceso a los originales de los documentos que ha practicado el director del Centro Documental de la Memoria Histórica se hizo cumpliendo el art. 62 de Ley 16/1985, de 25 de junio, de Patrimonio Histórico Español que establece la limitación de la consulta de la documentación por trabajos técnicos y por la existencia de reproducciones en otros soportes, y las normas de consulta de los documentos en los archivos estatales. Tanto Manuel Melgar como el resto del colectivo de profesionales se han caracterizado por promover, en foros y reuniones científicas, un cambio de la regulación que proporcionase unas mayores cotas de acceso a los documentos y la información. Por consiguiente, resulta esperpéntico que se señale ahora su carácter oscurantista y obstruccionista.
Reitero que no quisiera arrojar sombra alguna sobre la labor de los profesionales citados; únicamente quisiera avisar acerca de las afirmaciones rotundas poco fundamentadas. Porque, ¿en qué es de aplicación aquí el artículo 62 de la LPHE? ¿Acaso los originales de los documentos involucrados en el proceso están más deteriorados que el resto de la documentación del Archivo, esta sí de libre acceso? ¿Acaso es factible decir simplemente “no” sin saber cuáles son las razones para no poderse consultar? ¿Cuáles han sido exactamente las razones de las denegaciones o retrasos en contestar a sus solicitudes? Aludir a la labor en pro de la accesibilidad a la información de los profesionales citados en la nota sirve de poco, pues podría argumentarse en contra que una cosa es predicar y otra dar trigo; tampoco sabemos si el presunto obstruccionismo, de haberse producido, habría nacido de su propio juicio o de órdenes superiores. Y si así hubiese sucedido, cabría aludir a la cuestión de la “obediencia debida” a órdenes poco respetuosas con la legalidad…
Eso sí, afirmar que (apartado 5) “las denuncias sobre ocultaciones y las alusiones a errores en las entregas aparecidas en los medios de comunicación solo representan la opinión de personas ajenas a la profesión archivística, que desconocen las normas y métodos de trabajo y que, por consiguiente, no tienen capacidad para realizar ninguna actividad inspectora causa cierto estupor. Pues si algo se ha defendido a lo largo de tantos años, también por esos profesionales, es que la transparencia de las administraciones públicas, uno de cuyos pilares básicos es la adecuada regulación del acceso a los documentos públicos, es un medio para la fiscalización por parte de una sociedad realmente democrática del ejercicio del poder. Sabemos que la potestad de inspección, ajustándonos a la terminología administrativa, no pertenece a los ciudadanos. Pero no es ése en el sentido en el que se usa en la nota, lo que demuestra, permítaseme decirlo así, un desprecio mayúsculo al ciudadano, en su acepción más política en una sociedad democrática, como titular de derechos frente al poder y cuyo beneficio se extiende mucho más allá de su propia personalidad.
Desprecio por cuanto, a renglón seguido, se admite la existencia de posibles errores para inmediatamente exonerar a los autores por cuanto aquéllos lo habrán sido por causas involuntarias. Pues los archiveros “en todo momento han actuado con profesionalidad e independencia, cumpliendo siempre con su deber y sometiendo sus juicios y actuaciones exclusivamente a criterios técnicos”. Alguien podría decir que esto no parece sino una más de las muchas manifestaciones de gremialismo o corporativismo que se dan al cabo del día en tantos otros ámbitos. Sin embargo, me asalta una duda que me gustaría dirigir a los autores de la nota, así como a otras asociaciones o colectivos: allá por 2006 nos topábamos en los medios con aserciones tales como que “las reclamaciones catalanas en esta línea [de los papeles de Salamanca] toparon con una eficaz resistencia corporativa desde el cuerpo de archiveros […]”(Joan B. Cullá, “Justicia, no victoria”, en EL PAÍS, 20/01/2006); o expresiones del mismo autor vertidas en relación con afirmaciones del por entonces director del Archivo, Miguel Ángel Jaramillo Guerreira, del tenor de “estrategia general confundidora e intoxicadora”, “falsedad”, “nos toma por tontos”, “falacia”, “el Sr. Jaramillo miente por partida doble” y otras lindezas semejantes (“Salamanca: papeles y mentiras”, EL PAÍS, 5/07/2002). Esto son sólo algunos –de los muchos- ejemplos. Y me pregunto ¿quiénes salieron entonces a defender a los profesionales del Archivo? Porque no lo hicieron ni sus superiores en el Ministerio de Cultura ni ninguna asociación profesional ¿No merecían al menos un prudente llamamiento a no ignorar su trayectoria profesional ni su “presunción de inocencia”? Es curioso. Nadie dijo ni una sola palabra.
En fin, en el diario EL PAÍS escribía el pasado viernes 13 de junio Rafael R. Tranche (“La perversión del espacio público en televisión”) que “las opiniones fundadas, los debates sosegados se han convertido en cuerpos extraños para el medio televisivo” y que los debates han degenerado en “un dispositivo dual llamado a colisionar: cualquier asunto se dirime en términos antitéticos, a favor o en contra. El pluralismo, los matices, los aspectos positivos y negativos de una misma cosa, encajan mal con un reparto de papeles donde o estás conmigo o contra mí”. Más prudencia, más argumentos y más receptividad a los de los demás, eso es lo que nos está haciendo tanta falta…
Daniel de Ocaña
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